En los viajes entre Europa y América la higiene era precaria y la muerte acechaba en las embarcaciones. Cerca de 20% de los embarcados en los buques eran niños varones, en su mayoría grumetes, que estaban en la base de la jerarquía de la tripulación. Eran niños reclutados entre los miserables de Portugal y su sueldo ayudaría en el sustento de sus familias. Eventualmente, niños de familias judías eran arrancados a la fuerza de casa, con el objetivo de contener el crecimiento de esa población, ya que el viaje era arriesgado y morir era una posibilidad concreta. Esos niños realizaban el trabajo más pesado y recibían la mitad del sueldo de un adulto.
Para las familias, el sentimiento era de desapego e indiferencia con relación a la infancia, lo que puede ser explicado por la baja expectativa de vida, que era en la época de 14 años y la alta tasa de mortalidad infantil (50% se moría antes de completar 7 años).
Por encima de los grumetes estaban los pajes, que realizaban trabajo más liviano, cerca de los oficiales. Grumetes y pajes eran víctimas de violencia sexual, siendo la prostitución una manera de obtener protección (a pesar de la sodomía ser un crimen punible). Los grumetes, muchas veces, morían después de la violencia cometida por los marineros, muchos de ellos embarcados en sustitución de pena de prisión por algún crimen cometido en el Reino. Los grumetes también podían llevar latigazos y ser colocados “en hierros” (encadenados en el sótano).
También embarcaban las “huérfanas del Rey”, que eran intensivamente vigiladas, ya que deberían llegar vírgenes a la colonia, para que se casaran. Algunos colonos y sus hijos, gozaban de privilegios en los buques, ya que eran pasajeros. Cerca de 20% de las embarcaciones naufragaban y, por si acaso eran asaltadas por corsarios franceses u holandeses, los adultos eran asesinados y los niños, esclavizados. En el naufragio valía la regla de cada uno por sí: los niños eran olvidados.
La ocupación portuguesa, hasta el siglo XVIII, se dio sobre todo en la región costera, lo que facilitaba la comunicación con la Metrópolis, el comercio (que se realizaba en una triangulación entre Europa, la costa africana y la costa brasileña) y, por consecuencia, el control sobre lo que hacían los colonos. Las incursiones al sertão (interior) daban prioridad a la captura de indios, la cosecha de las llamadas “drogas del sertão” (clavo, guaraná, cacao, urucum) y a la búsqueda del oro y piedras preciosas. La ocupación efectiva del sertão empieza solamente en el siglo XVIII con el descubrimiento del oro.
Para los primeros portugueses desembarcados no sobraban muchas alternativas: tenían que adaptar lo que la naturaleza disponía a los hábitos traídos del Reino. Así, la mandioca, el maíz y las carnes de caza sustituían el pan, las papillas de avena, los cerdos consumidos en Portugal. El vino, bebida cara porque era importada, cedió lugar a la caña. Los modos también eran más rústicos. No había cubiertos, se comía con las manos. No había porcelanas, se usaban calabazas. Los cuchillos eran vistos como armas y herramientas para abrir camino en la selva.
La relación entre los colonos y la población nativa variaba de lugar para lugar. En la costa de São Vicente, por ejemplo, los tupinambás eran compañeros comerciales de los portugueses. Sin embargo, existía también la práctica de la captura de indios. “Las banderas” eran expediciones que entraban al interior para capturar a los salvajes y someterlos a la esclavitud. Ya los jesuitas recurrían a la estratagema de la catequesis para convencer a los niños a vivir en las escuelas, donde terminaban por desarrollar actividades agrícolas junto con la educación formal. Eventualmente, niños y adolescentes de origen indígena, ya dóciles por la catequesis, eran usados como auxiliares de los colonos en pequeños servicios.
En las villas que contaban con la figura de un padre u otro religioso regular, este era visto como autoridad representante de la Santa Sede, el Vaticano. Él imponía una patrulla moral y también vigilaba por el canon del catolicismo, a través de la catequesis y de la cohibición de prácticas consideradas brujería.
Las ciudades coloniales se organizaban alrededor de la plaza que contenía una capilla/iglesia. Era un espacio que reunía las funciones religiosas y comerciales En esos espacios eran realizadas las fiestas y procesiones (por ejemplo Corpus Christi, visitación de Santa Isabel).
Las primeras casas construidas por los colonos eran muy sencillas, hechas de madera y arcilla, una técnica rudimentaria aprendida con los indios, que consistía en una estructura hecha con ramas y troncos rellenos con barro. Las ventanas eran pequeñas para evitar la entrada de insectos y otros animales. Era común dormir en hamacas, consideradas más seguras que las esteras.
Durante el trabajo de parto era común la presencia de una imagen de Nuestra Señora del “Ó” o Nuestra Señora del Buen Parto. El culto a Nuestra Señora del “Ó” se remonta a los siglos XII y XIII en la Península Ibérica, que alaba el parto del propio Niño Jesús. La imagen de Nuestra Señora del “Ó” siempre presenta la mano izquierda puesta sobre el vientre aventajado, en etapa final del embarazo. La mano derecha puede también aparecer en simetría a la otra, levantada. Se encuentran imágenes con esta mano teniendo un libro abierto o también una fuente, ambos significando la fuente de la vida. En Portugal, esas imágenes solían ser de piedra y, en Brasil, de madera o arcilla.
El vientre de la parturienta era cubierto con reliquias y cordones coloridos para facilitar el parto. Las reliquias eran objetos considerados sagrados y portadores de poderes milagrosos, por haber pertenecido a un santo. Así, supuestas espinas de la corona de Cristo, pedazos de las flechas que mataron a San Sebastián, pedazo del manto de la Virgen María, pedazo de la cruz, eran comercializados y utilizados para toda suerte de ritual de protección, como en el caso del parto.
En los primeros siglos de colonización portuguesa la figura del médico era prácticamente inexistente en Brasil, como en Portugal. El cuidado con el nacimiento era un conocimiento compartido entre mujeres, prohibido a los hombres. Eran las matronas quienes asistían a la mujer en la hora del parto, usando rezas y rituales. La parturienta podría estar de pie, en cuclillas (como las indias), o acostada en la estera. A partir del siglo XVIII, con la opulencia traída por el descubrimiento del oro, las sillas de parir pasan a ser usadas. Las condiciones de higiene eran precarias. El parto sucedía en la propia casa que, normalmente, era de suelo de tierra.
Caldo de gallina, caña y vino eran ofrecidos a la parturienta, con la finalidad de aliviar los dolores.
También con la finalidad de aliviar el dolor y facilitar el parto, era atado en el muslo izquierdo de la parturienta un hígado de gallina recién abatida.
Para facilitar la salida del bebé, los genitales de la madre eran lubricados con grasa, aceite de azucena u otro aceite.