Después de que se le hayan arrancado los últimos esclavos al Poder siniestro que representa para la raza negra la maldición del color, será aún necesario lijar, a través de una educación viril y seria, la lenta estratificación de trescientos años de cautiverio, o sea, de despotismo, superstición e ignorancia.
— Joaquin Nabuco, “O abolicionismo”, 1883
El siglo XIX comenzó bajo las promesas de inserción de la Nación Brasileña, recién independiente, en el rol de los países dichos civilizados, entendidos como aquellos que seguían los estándares europeos de organización social y política. Había una Corte, un Emperador, una Constitución, Museos, Bibliotecas, Escuelas Superiores y…esclavos.
A pesar de la gran presión ejercida por Gran Bretaña, que veía en el mantenimiento del régimen esclavista un retraso del punto de vista humanitario y económico, dentro de la lógica del naciente capitalismo industrial, lo cierto es que tanto traficantes como terratenientes resistieron lo más que pudieron para mantener el sistema. Algunas medidas fueron tomadas para intentar calmar la presión británica – “cosas para inglés ver” – como la paulatina prohibición del tráfico negrero, primero en 1831 (sin efecto práctico) y después en 1850, con la ley Euzébio de Queiroz.
Por otro lado, legisladores, ministros, nobles, en su mayoría grandes esclavistas, temían que por acá ocurriera algo parecido a lo que había ocurrido décadas antes en Haití: los esclavos se organizaron y proclamaron la independencia del país, expulsando a los colonizadores franceses. El miedo del haitianismo asombraba y motivaba algunas concesiones como, por ejemplo, la permisividad con la que esclavos coronaban al Rey de Congo en pleno Municipio de la Corte. Mejor era dejarlos coronar a sus reyes en el “folguedo” que intentar sacar al Emperador del trono.
El movimiento abolicionista, emergente a partir de la década de 1850, fue un gran protagonista político. Intelectuales y políticos estaban comprometidos, sobre todo a través de la prensa escrita, con la causa de la abolición.
De acuerdo con esa ley, todo niño nacido de madre esclava, a partir del 28 de septiembre de 1871 nacería libre. Sin embargo, la propia ley imponía límites: ese niño, a partir de entonces dicho ingenuo (pues no conocería las desgracias de la esclavitud), quedaría bajo la tutela del propietario de su madre. Siendo libre, no podría ejercer ningún tipo de actividad por lo menos hasta los ocho años de edad. A partir de ahí, si el propietario así lo deseara, podría mantener al niño junto a la madre hasta los 21 años, teniendo la prestación de servicios como contrapartida de la alimentación y abrigo. En el caso contrario, él sería entregue a los auspicios del Estado mediante una indemnización.
En la práctica, menos del uno por ciento de los niños fue entregue, lo que se puede comprender como la permanencia de la condición de esclavo o también como una conquista de las esclavas, ya que la retirada de los niños podría significar un motivo más de descontentamiento e insubordinación. Si la abolición era inevitable, que lo fuera en un ritmo letárgico y sin grandes rupturas.
Es interesante notar que en el mismo momento en el que se discutía la condición del niño nacido de madre esclava, se discutía también la infancia. En este período fueron publicados varios guías huerfanológicos, cuya intención sería la de civilizar el país. En el caso del discurso sobre la infancia, civilizar significa poner orden; separar la cizaña del trigo. En el caso de los niños indígenas, la lógica era asimilacionista: en las llamadas casas de educandos artífices, se enseñaba el oficio para que ellos fueran integrados y útiles para la sociedad, siendo tratados de la misma manera los huérfanos y los ingenuos.
El discurso sobre la infancia asignaba a cada niño su debido lugar: para los pobres, desvalidos, expuestos o ingenuos cabrían las colonias huerfanológicas, asilos y compañías de aprendices marineros para evitar que se volvieran vagos. Para los herederos de la República que se abría pasaje al fin del siglo, los Jardines de Infantes y un futuro fulgurante y feliz.
El cuarto capítulo de La Infancia de Brasil, de José Aguiar, tuvo su inspiración en un proceso criminal ocurrido en Uberaba, Minas Gerais, en 1881. En ese registro, testigo de la vacilación en torno a la abolición y del proteccionismo con el que las instituciones del Estado han tratado a las élites, una ingenua llamada Alexandrina denuncia al hijo de la propietaria de su madre por malos tratos, pues había sido víctima de agresión por no haber conseguido limpiar adecuadamente el patio de la casa. Por otro lado, la señora alega que la niña había robado dinero. El jefe de la policía registra que la niña tendría “siete pasa ocho años”, lo que no permite conocer con exactitud su edad. Si ella tuviera menos de ocho años, ella no podría estar trabajando. En este caso, se descalifica al niño por ser niño, pero también por ser oriundo de la esclavitud.
—Claudia Regina Baukat Silveira Moreira es licenciada, bachiller y máster en Historia por la Universidad Federal de Paraná. Actualmente es profesora de la Universidad Positivo y doctoranda en Políticas Educacionales en el Programa de Postgrado en Educación de la Universidad Federal de Paraná.