“(…) ruego que Vuestra Merced quiera tener la bondad de mandar educar a este niño con todo cuidado y amor (…); es este niño hijo de Padres Nobles y Vuestra Merced hará el honor de educarlo en casa que no sea muy pobre y que tenga esclavas que eduquen a esos niños (…)”.
Nota dejada junto a un niño expósito, 1760
Adulterio. Pobreza extrema. Huerfanidad. El abandono de niños a lo largo del período colonial brasileño estaba, normalmente, asociado a uno de esos elementos. La colonia reproducía un patrón de comportamiento identificado en la metrópoli. Aquí, como allá, la práctica no estaba cargada de una condenación moral, sin embargo, había quien se movilizara para contener la alta mortandad de niños expósitos. Eso porque era común dejar a los recién nacidos abandonados en matorrales, depósitos de desechos, lugares en los que sobrevivir sería una gran improbabilidad. Este fue el espacio ocupado por las Cámaras Municipales y por las Hermandades de la Misericordia, frecuentemente constituidas por las mismas personas.
La Cámaras Municipales tenían la función de administrar las villas y ciudades a través de las posturas, que visaban volver las prácticas locales compatibles con las reglas generales del Imperio Portugués; además de eso, existía la función fiscalizadora sobre las condiciones de la vida urbana: suministro de géneros de subsistencia, salubridad e higiene. Los concejales – normalmente tres o cuatro – eran elegidos entre aquellos identificados como hombres buenos, o sea, que pertenecían a la nobleza y honrados lo suficiente para manifestar su opinión y pleitear cargos.
Desde el siglo XV había en Portugal las Hermandades de la Misericordia que, a partir de la idea de elogio a la pobreza típico de la Edad Media, estimulaban a los ricos a que ejercieran la caridad para ascender al cielo. Para eso, atendían a los pobres, a los enfermos, a los presos, a los alienados, a los huérfanos desamparados, a los inválidos, a las viudas pobres y a los muertos sin ataúd. Los más afortunados ayudaban a los desvalidos, excepto a los esclavos que deberían ser cuidados por sus dueños.
Las primeras Misericordias coloniales fueron fundadas aún en el siglo XVI, siendo la de Bahia la más antigua. En el siglo XVII, en función principalmente de la búsqueda por oro en la región de Minas Gerais, el número llega a veintiuna hermandades. Los miembros eran reclutados generalmente entre los individuos más abastados de la sociedad. El mantenimiento de la amplia red de servicios prestados se realizaba con las anualidades pagas por los hermanos, con los intereses sobre los préstamos concedidos, con las rentas de propiedades y con bienes heredados (dinero, tierras y esclavos). Era común también que fieles en penitencia entregaran limosnas en las ruedas (especie de barriles de madera abiertos en uno de los lados) que eran instaladas en las Santas Casas. Esas limosnas podían ser alimentos, remedios, dinero o mensajes.
Las primeras ruedas en Brasil fueron construidas aún en el siglo XVIII – en Bahia, en 1726 y en Rio de Janeiro, en 1738. La mortandad entre los niños expósitos era alta por la falta de higiene y de alimentos en los abrigos. Por ejemplo, en Desterro (actualmente Florianópolis), entre 1828 y 1840, 61% de los 367 niños expuestos se murieron antes de completar un año. Los sobrevivientes eran distribuidos en familias que recibían pagos de la Misericordia a cambio de los cuidados hasta los siete años. Después de eso, el niño pagaba su estancia con el trabajo.
La exposición era una práctica urbana y se volvió un hecho cotidiano en Brasil, a partir del siglo XVIII. En ciudades y villas que no tenían una rueda, los niños eran abandonados en las puertas de las iglesias. Normalmente los niños esclavos no eran expósitos, sus señores los vendían antes de eso. Cuando ocurría el aparecimiento de un expósito negro, era porque se deseaba, de esa manera, librarlo de la esclavitud.
Las notas hacen referencia al nombre del expósito y registran la realización del sacramento bautismal. Las Misericordias, tal como las órdenes religiosas, priorizaban la ejecución del rito. Era temido que, sin su realización, en el caso de que el niño se muriera, no alcanzaría el paraíso. Como las chances de óbito eran grandes, la preocupación tenía sentido en una sociedad profundamente marcada por la religiosidad católica.
El tercer capítulo de “La infancia de Brasil”, de José Aguiar, sumerge en el cotidiano de los niños expósitos que eran entregados a los cuidados de familias coloniales. El extrañamiento ante una situación entonces trivial, resulta del hecho de que, diferente de aquellos tiempos, vemos a nuestros niños de hoy como una especie de propiedad/responsabilidad exclusiva de sus padres, que quedan bajo la vigilancia y supervisión del Estado y de la sociedad. Aquella era una conformación social en la que los niños pertenecían a sus comunidades, más que a sus padres, familiares o al Estado.
—Claudia Regina Baukat Silveira Moreira es licenciada, bachiller y máster en Historia por la Universidad Federal de Paraná. Actualmente es profesora de la Universidad Positivo y doctoranda en Políticas Educacionales en el Programa de Postgrado en Educación de la Universidad Federal de Paraná.